sábado, 31 de enero de 2009

EL MUNDO ES UN PAÑUELO


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En pinzas para la manipulación de alimentos llegaron a convertirse mis dedos de opositora no hace demasiado tiempo, los folios entre mis manos. A veces llegué a creer que aquellos papeles plagados de ideas, que debían infectar mi cerebro, solo llegarían a convertirse en la extensión de mis extremidades superiores, pero finalmente mis manos parecieron recabar la información necesaria para terminar con el calvario: el despertador de las siete y cuarto, la exploración dentro del armario en busca de algún conjunto que siguiese alimentando mi fama de coqueta, la ducha, la ausencia de un buen desayuno , la travesía de media hora hacia el santuario de la docencia, el timbre de las ocho y treinta, el timbre de las dos y cuarto, el regreso de treinta minutos, la mesa puesta, el escaso reposo, las horas de estudio, la cena, el descanso nocturno y la vuelta a las siete y cuarto. Días, semanas y meses, no sé si años. Qué curiosa la elasticidad del tiempo, ¿verdad?, raquítica cuando una orden superior te obliga a estar en casa a las tres y las agujas marcan las dos y media, gigantesca cuando esperas en un hospital que algún milagro libere a un ser querido de las zarpas del minutero.
Son las cinco de una plomiza tarde de enero, comienza la quinta de las charlas semanales que forjan la varita mágica que me mudará definitivamente a un estadio superior, al de los funcionarios españoles. Parece que el mago de hoy se retrasa, las cinco y cinco, las cinco y diez … Sin chistera y sin conejo, para mi desilusión, aparece un hombre: lustrosos zapatos marrones, pantalón de pinza cuidadosamente planchado, jersey tostado sobre camisa de cuadros rojos . Su rostro, curtido por el paso de los años, esconde una mirada azul llena una expresividad que no me resulta del todo extraña, como si hubiese navegado en ella antes. Sin pretensiones, aquella figura, de la que apenas conozco la voz, me hace descender a un pasado reciente, el de la lucha cuerpo a cuerpo contra la oposición. Batalla en que la mirada se posaba sobre la vida tras un vuelo distinto: cada minuto libre era un pecado capital, el peregrinaje de garito en garito un sacrilegio, el día de asueto un paso más hacia el fin del mundo. En medio de tanta transgresión se encontraba el necesario y, por tanto, inocente, viaje en ascensor. Aquel despegue suponía los segundos más fascinantes del día: compartir un minúsculo habitáculo con cualquier desconocido, (por más que le doy vueltas no entiendo el motivo por el que un extraño me transporta a una pasada cotidianidad). En medio de tantos rodeos, repaso todos mis círculos sociales pero él no gira en ninguno de ellos. Fue entonces, al borde de la desesperanza, cuando vislumbré en el semblante de aquel desconocido a uno de mis taciturnos compañeros de viaje en elevador, el distinguido vecino del quinto.
Hola. Hola. Multitud de ocasiones me había cruzado con aquel hombre que rondaba los cincuenta, multitud de encuentros fugaces en la acera, en la puerta de entrada o en el rellano, coincidencias que engendraban en aquel desconocido una cara familiar, aunque debo admitir que entonces no hubiese logrado cerrar los ojos y describirlo, aunque me lo propusiese. Ahora el morador del piso número cinco aparece disfrazado de inspector de educación. El mundo es un pañuelo.

1 comentario:

  1. ¡Felicidades por la inauguración de tu blog!
    De Miguel Hernández, ¿quién soy yo para analizar y criticar su poesía? (¡jajaja!no en serio buena elección)
    De lo tuyo: me han gustado las ideas (la rutina de la oposición cuando se trabaja y la sensación de encontrarse con alguien conocido y no saber de qué)Pero, y esto es sólo mi humilde opinión, me parecen inconexas entre sí, podían haber sido dos entradas diferentes.
    Un besito y sigue así: escribiendo!!

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